Hace un par de años, en una reunión regional de un cliente continental, con todos los gerentes país, revisábamos la cartera de iniciativas estratégicas y su estado. Presentaciones impecables, roadmaps detallados y proyectos defendidos con convicción. Para muchos de esos gerentes, cada proyecto era más que un entregable: era una carta de presentación del país. En ese contexto, impulsado por el logro, abandonar un proyecto era prácticamente impensable.
Estábamos ahí porque el cliente nos había pedido acompañarlos en la revisión de la dinámica de ese espacio. Ya veníamos observando algo que suele repetirse en organizaciones grandes: la conversación gravitaba más alrededor de reportar, a toda costa, cómo los proyectos iban avanzando exitosamente, de manera forzada o real, para asi mantenerlos vivos, en vez de evaluar si realmente estaban generando valor. Todo parecía avanzar, pero había algo de inercia en el aire.
En medio de la reunión, el VP latinoamericano —alguien pragmático, directo, poco amante del teatro corporativo— detuvo la presentación, y dijo algo que nadie esperaba:
“Tal como nos recomendó itera:
Si un proyecto no está mostrando valor real, ciérrenlo.
No lo adornen. No lo empujen. Lo matan sin pena y pasan a lo que sigue.
Nuestro compromiso con el valor lo afianzamos hoy.”
El silencio fue inmediato. No era solo lo que dijo, sino el peso político de haberlo dicho frente a todos. Un punto de inflexión no solo a los resultados, sino a la cultura misma de la organización.
El Dead Horse Theory
El Dead Horse Theory es un principio utilizado en management para describir el comportamiento irracional —pero muy común— de seguir invirtiendo recursos en un proyecto, iniciativa o estrategia que ya no tiene posibilidad real de generar valor.
La metáfora es simple:
Cuando el caballo está muerto,
no sirve de nada seguir cabalgándolo.
Sin embargo, en muchas organizaciones se hace exactamente eso. Se mantienen proyectos que ya no funcionan debido al costo hundido, la política interna, el miedo a admitir errores o la esperanza infundada de que “quizás más adelante repunte”.
Se parece un poco expresión popular anglosajona “Don’t put more lipstick on that pig” (“No le pongas más lápiz labial a ese cerdo“), resaltando el intento de cambiar la apariencia sin cambiar la realidad. Por más maquillaje o adornos que pongas, lo esencial sigue siendo lo mismo.
El fenómeno del Dead Horse es tan frecuente que la teoría enumera los comportamientos típicos que aparecen cuando un “caballo muerto” sigue vivo por razones políticas, psicológicas o culturales. Entre ellos:
- Añadir más recursos (“necesitamos más presupuesto para que funcione”).
- Cambiar al equipo (“quizás con otro gerente repunta”).
- Reconfigurar el alcance (“si lo reformulamos, tal vez ahora sí”).
- Crear comités para revisar su estado (“necesitamos más seguimiento”).
- Justificar actividad aunque no genere impacto (“este trimestre hicimos mucho”).
En términos corporativos, el Dead Horse Theory significa:
- Persistir con un proyecto aun cuando los datos muestran que no va a entregar resultados.
- Seguir financiando iniciativas que no avanzan o no generan impacto.
- Incrementar controles, reportes y reuniones para justificar algo que ya no funciona.
- Redefinir alcances o “rescatar” proyectos para evitar admitir que es mejor cerrarlos.
Detrás de esto hay cuatro fuerzas principales:
- Sesgo de costo hundido: mientras más se ha invertido, más difícil es detenerlo.
- Reputación: admitir que un proyecto debe cerrarse se siente como admitir un error.
- Política interna: algunos líderes vinculan el proyecto con su carrera.
- Confusión entre cumplimiento y valor: se privilegia “estar entregando” por sobre “estar impactando”.
En el mundo corporativo, el Dead Horse Theory no es una broma. Es una advertencia seria: si un proyecto ya no tiene viabilidad ni impacto, seguir invirtiendo recursos no lo volverá exitoso. Sin embargo, ocurre lo contrario. Surgen más comités para “evaluar”, más presentaciones, más ajustes al alcance, más intentos de salvación. El esfuerzo emocional y político termina siendo mayor que el esfuerzo operativo.
Lo que el VP hizo ese día fue romper una dinámica que llevaba años en funcionamiento. No pidió más reportes, ni rediseños, ni cronogramas. Pidió algo más desafiante: poner el valor por encima del apego. La agilidad, al final, es exactamente eso: una disciplina para priorizar lo que funciona y descartar lo que no, incluso cuando resulta incómodo.
La parte difícil no es la técnica, es la humana
Cuando acompañamos a organizaciones en transformación, muchas veces encontramos proyectos vivos por razones incorrectas, presos de explicaciones “mundanas”: costo hundido, miedo al juicio, expectativas creadas, o la necesidad de mostrar actividad aunque no se genere impacto. Esto no es una falla personal; es un reflejo natural de cómo funciona la psicología en contextos corporativos, la cultura de la organización.
Por eso la agilidad insiste tanto en ciclos cortos, validaciones tempranas y criterios de valor claros. No porque sea una metodología moderna, sino porque es la única manera de contrarrestar esos sesgos. Una estructura que permite corregir pronto reduce la necesidad de rescatar proyectos que llevan demasiado tiempo sin justificar su existencia.
Pivotear es una capacidad estratégica, no un signo de inestabilidad
Una organización que pivotea a tiempo no es una organización indecisa. Es una organización madura. Significa que no se aferra a decisiones pasadas solo para no enfrentarse a conversaciones difíciles. Significa que redirige energía hacia lo que sí tiene potencial. Y significa, sobre todo, que entiende que la competencia hoy no es entre quienes planifican mejor, sino entre quienes aprenden más rápido.
Ese día, después de la reunión, comenzó a cambiar la manera en que los gerentes argumentaban sus proyectos. Dejaron de presentar actividad y empezaron a presentar evidencia. No hablaban tanto de lo que se había hecho, sino de lo que se había logrado. Y cuando algo no estaba funcionando, aparecía menos la defensa emocional y más la pregunta correcta: “¿Qué alternativa ofrece mayor potencial?”.
Ese cambio —pequeño en apariencia— es lo que diferencia a una organización que se mueve por inercia de una que se mueve por intención.
La pregunta que todo liderazgo debería hacerse
La mayoría de las empresas cree que su problema es falta de velocidad. Pero la velocidad rara vez es el problema; el problema suele ser la carga. Por eso una pregunta honesta y profundamente ejecutiva es:
¿Cuántos proyectos seguimos impulsando
solo porque es incómodo detenerlos?
No se trata de auditarlos uno por uno, sino de mirar el portafolio con una lógica distinta: ¿qué está aportando realmente? ¿qué está estancado? ¿qué debería replantearse? ¿qué podríamos cerrar para liberar tiempo, presupuesto y talento hacia algo más alineado con la estrategia?
Las organizaciones que aprenden a responder estas preguntas con hechos, no con intuiciones, avanzan más lejos con menos esfuerzo. Las que no, terminan moviendo caballos muertos de trimestre en trimestre.
Cómo ayudamos en Itera cuando la conversación debe cambiar
Nuestro trabajo no es imponer frameworks ni recitar metodologías. Lo que hacemos es algo mucho más práctico y mucho más estratégico: ayudamos a que las organizaciones vean con claridad. Ayudamos a que equipos ejecutivos distingan actividad de impacto. Ayudamos a que portafolios estén alineados a decisiones reales, no a expectativas políticas. Ayudamos a que el liderazgo tenga criterios, no solo planes. Y, sobre todo, ayudamos a que las organizaciones puedan avanzar sin estar atrapadas en proyectos que no les devuelven nada.
A veces ese cambio comienza con una conversación. A veces con una práctica. A veces, como ocurrió ese día, comienza con una frase dicha en el momento justo. Pero siempre avanza más rápido cuando hay un acompañamiento que combina mirada sistémica, pragmatismo y un entendimiento profundo de cómo funcionan las organizaciones y las personas que las lideran.
En Itera hacemos exactamente eso: acompañamos a las empresas a moverse con más claridad, menos inercia y más foco en valor. No porque suene bien, sino porque es lo que realmente permite avanzar.


